jueves, 24 de diciembre de 2009

Xmas posts: the church organ blues



“Lenox Avenue Blues (The Church Organ Blues)”, que Fats Waller grabó en Camden, New Jersey, en 1926. No se me ha ocurrido nada mejor para hoy, la víspera de Navidad.

Unos 50 años después de eso, aproximadamente, no muy lejos de ahí, en Filadelfia, David Lynch concebía su primer largometraje, el extraño y turbador Eraserhead. En ese film, que se estrenó a principios de los 80 en España, y que recuerdo haber visto varias veces en el cine Casablanca de Barcelona, una de ellas provisto de un grabador de cassette para grabar entera la peli (aún conservo la Basf C-90 en la que lo hice), decía, en Eraserhead descubrí a Fats Waller y, concretamente, sus maravillosos rags de órgano. Lynch utilizó 4 piezas grabadas por Fats Waller a finales de los años 20 para integrarlas en la compleja banda de sonido que él mismo y Alan R. Splet diseñaron para el film.

Dentro del cuerpo sonoro de Eraserhead, todavía mejor religado que la banda de imagen, la presencia de estos temas de Waller no es para nada anecdótica: emergen, luchan o se diluyen en el fluido sonoro constante. El sonido del órgano de Waller y sus connotaciones (religiosas, domésticas, graciosas) será correspondido dentro de la banda sonora con partes ejecutadas también con órgano por Lynch y Splet, estableciendo un cierre semántico para con aquel (demoníaco, inhóspito, terrorífico). Curiosamente, en estudios sobre Lynch o entrevistas extensas que se le han hecho, nunca ha surgido, al menos de un modo destacado, esta liaison entre Fats Waller y el cineasta.

Como me empecino siempre en buscar cosas no sé muy bien dónde ni por qué, creo que, primero de todo, esa maravillosa música de órgano debió de remover algo muy dentro de Lynch. Es una música muy parecida al vino. Sencilla y que deja muchas notas en el paladar. En un principio, el ataque y el sonido, agudo, pleno y profundo, confieren un sentimiento de esperanza, de agitación, de júbilo. Los cambios que se operan se valen de esas mismas cualidades para, combinadas de forma distinta, producir un sabor melancólico, triste, hasta de desamparo. Existe, es evidente, un sentimiento religioso poderoso. Pero, al mismo tiempo, hay algo de ópera urbana, de los albores de la ciudad moderna, que siempre me ha hecho pensar en los, para mí, héroes del slapstick. Ya saben, las alocadas comedias mudas de cachiporra. Vistos ahora, los rollos de Charlot, Pamplinas, el gordo y el flaco, o Jaimito, así como los actores de carne y hueso que los encarnaron, desprendían algo entre sagrado y profano. Las desgracias que se cernieron sobre muchos de ellos, víctimas de un sistema que imponía una forma de vida babilónica, son como esas notas agrias y descorazonadoras que encuentro en esta música de Fats Waller; muy propias también de estos días navideños y de la doctrina que los ha instaurado.

Algo de eso debió intuir Lynch cuando presentó el personaje de Henry Spencer al principio de la película con cara de bombillo, torpe, pantalones que le vienen cortos y calcetines blancos. Un personaje extraído de otro mundo -la atemporalidad del film está más que subrayada- para hacerlo protagonista de una era posatómica en la que algo como la paternidad ha cambiado para no volver a ser jamás lo que ha sido.

Siempre me ha reventado esa gente que discute sobre si Chaplin es más genial que Keaton o a la inversa. Como si en este mundo no tuvieran cabida ambos, además de muchos otros que no tuvieron ni una séptima parte de su suerte. Pienso en Larry Semon o Harry Langdon, dos clowns finos, que desarrollaron unos caracteres agridulces y terribles. Uno está contento de estar en este mundo por no demasiadas cosas, y desde luego que una de ellas es que existan los Keaton y Chaplin, ¡cómo no!, pero también, y eso es absolutamente imprescindible, todos los demás. Y me viene a la cabeza el zote que denunció a Larry Ochs. Un pobre diablo, al que imagino con alguna tara que le impide acomodarse en este mundo a escuchar música, simplemente, aunque él crea que le gusta el jazz. No, en el fondo, no sabe ni lo que le gusta. Si le ponemos cualquiera de estos temas de órgano de Fats Waller y le decimos que es Fats Waller, indefectiblemente imaginará una de esas horrendas estampas publicitarias seudo art decó que abundaban en las revistas e imágenes publicitarias de los años 20, a la manera de El cantor de jazz. Nunca hará una asociación libre, excitante, con Semon y Langdon, por ejemplo. Siempre andará enredado en la estulticia de pensar que hubo una "era del jazz" para referirse a un momento de la historia, del todo inconsciente de que el mundo es un lugar mil veces más peligroso y salvaje que una estampa. Algo me dice que es de los que tiene hasta posavasos del tema en su casa. (Por cierto, respecto del gran W., el que se dedica a regalar su discografía autografiada, hablaremos en este blog en breve. No se lo pierdan.)











Y una última pieza de órgano interpretada por Fats Waller, "Waiting at the end of the road", de Irving Berlin. Muy triste. Sabe a láudano, alcohol de farmacia, teléfono comunitario en el pasillo y parpadeo de cine mudo.

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