martes, 21 de agosto de 2012

Selnik / Mezquida por el ojo de la aguja


Vamos a hacer un ejercicio de gimnasia mental, para que con esta canícula nadie se amuerme demasiado.
Vamos a hablar de una cosa en el estilo del huecorelieve (siempre en nuestra línea, más hueco que relieve).

El mediodía del lunes 20 de agosto, asistimos al concierto del dúo de Pablo Selnik y Marco Mezquida en la plaza Rovira y dentro de la fiesta mayor del barrio de Gracia. Eso era casi justo un año después de haberlos visto en otra plaza graciense, la de Rius i Taulet (la del reloj).

Llamamos estilo "huecorelieve" en nuestra particular e intransmisible jerga a aquella forma de referirse a una cosa sin mencionarla de un modo directo, explícito. ¿Dando rodeos, dirán? Ni tan siquiera. Diciendo lo que no está, lo que no es inherente de un modo físico o plausible a la cosa de la que en realidad se quiere hablar. Todo aquello que puede servirnos para referirnos a lo que nos queremos referir de un modo tangencial, sin que en el fondo nos importe qué piensan los propios protagonistas o los hipotéticos lectores. Este nuestro blog no es un blog crítico, es un blog paraperiodístico (o sea, que se las da de una cosa que no es.)

Pero, al trapo.

La noche antes de eso, la del domingo 19 de agosto, enganchamos una vieja película en la tele que habíamos visto tiempo ha, cuando la estrenaron. Una película de 1981 llamada El ojo de la aguja, dirigida por Richard Marquand, protagonizada por Donald Sutherland (genial, as usually) y basada en un best-seller de Ken Follet. El punto de partida es el de cualquier historia de espias ambientada en la Segunda Guerra Mundial en Inglaterra. Ese subgénero, con sus distintas maneras de hacer, algo de intriga, algo de policiaco, mucho de ideología liofilizada, se extiende durante toda la primera parte de la película. Entonces, la segunda parte da un pequeño giro. El personaje principal (un espía alemán, en una de esas interpretaciones de Sutherland que valen una película... al menos en este caso), y con él la acción, se traslada a una de esas inhóspitas y aisladas islas del mar del Norte, llamada aquí "Storm Island" (que, de hecho, es el título original en inglés del libro). Da comienzo la segunda parte de la historia, o al menos de la película, que va a tener un tono y unas maneras distintas: sigue habiendo la trama de espionaje, pero los elementos que la sustentan se tornan más amenzazadores y misteriosos; el ambiente oscuro y tempestuoso sirve de telón para un melodrama en forma de historia de amor un punto exacerbada que se desarrolla entre una mujer que vive en la isla con su marido paralítico y su hijo, y "la Aguja", el frío y temible espia alemán. Podríamos decir que es otra película distinta.

En su momento recuerdo que El ojo de la aguja no me gustó demasiado. Tampoco en un pase televisivo posterior, ya en los años 90. Y siguió sin gustarme demasiado el otro día. No obstante, esa segunda parte es la que siempre me ha cautivado un poco. Supongo que más por su potencial o por lo que me sugiere que por lo que en sí contiene. Los realizadores le sacaron la conveniente punta para dar un relieve hasta cierto punto artificioso, para conseguir una especie de película a lo Rebeca: la música de Miklós Rózsa y la dramática fotografía de Alan Hume.

Esa parte siempre me ha gustado. O, mejor dicho, siempre he pensado que era un buen lugar en el que desarrollar algo. Años después, cuando vi Los otros, de Alejandro Amenábar, que también está ambientada en una pequeña isla entre Gran Bretaña y la Europa continental, volví a recordar aquella segunda parte de El ojo de la aguja. Pero, tampoco Los otros, que era un film de género (subgénero "de fantasmas") ofrecía aquello que yo esperaba secretamente me podía dar un lugar como aquel.

Pero, ¿qué esperaba? Nada en concreto. O, para ser más precisos, algo que se va formando en nuestro interior, en nuestro inconsciente, y que tiene que ver con cómo nos afectan psicológicamente los paisajes y cómo lo traducimos en forma de relatos íntimos que produce nuestra sensibilidad y que no pueden ser sujetos por las cortapisas de género alguno. Que no nacen como ningún género, ni siquiera  como una historia con principio y final. Son desarrollos libres, órganicos, sinapsis mentales dispuestas para ser montadas de la manera que mejor convenga.

Hay un ejemplo que podría acercarse a lo que digo, y es La hora del lobo de Ingmar Bergman. También ocurre en una isla y tampoco sabemos exactamente qué oprobio se cierne sobre ella y sus personajes. Como todas las películas del sueco, La hora del lobo es fascinante, una película que hipnotiza desde las primeras imágenes, y con un dinamismo mental tremendo. ¿Es adscribible a algún género? Niet.

¿Es que las cosas que no pertenecen o no están dentro de la política de los géneros son mejores que las que sí lo están? No, o no necesariamente. Pero, sí tienden a producir y crear sensaciones de una naturaleza muy distinta. Más libre, o que se relaciona con nuestro corazón y sentimientos de un modo más inequívoco. Frente a las plantillas y las estructuras de mecano que interponen los géneros y que, insisto, no están nada mal según cual sea el objetivo que se pretenda, frente a ello, digo, esta otra manera más interior se muestra mucho más adecuada a la hora de plantear cosas como el amor (así, en abstracto), el paisaje, los fenómenos físicos que nos rodean y frente a los que empequeñecemos... y en general, frente todo aquello que sentimos y nos cuesta expresar de un modo objetivo.

Es difícil que con la compartimentada educación que recibimos el artista pueda partir de algo que no tenga ninguna referencia. Es más, es casi imposible. Ese es, tal vez, el precio de la Cultura. Por eso es bueno liberar los géneros, pues es librerar la mente.

Eso es lo que siempre me ha gustado de la música de este dúo, su manera de interpelar más a nuestra sensibilidad, a nuestros corazones, que a nuestra razón, el que releguen la forma a un segundo plano (el imprescindible y justo segundo plano) y nada más.

Y sin otro particular, nos despedimos atentamente de todos ustedes.

La gerencia.



2 comentarios:

  1. Permítame la gerencia de este hotel felicitarla por esta reflexión tan atinada, tanto por la parte de los géneros y etiquetas como en particular por este párrafo:

    "(...) algo que se va formando en nuestro interior, en nuestro inconsciente, y que tiene que ver con cómo nos afectan psicológicamente los paisajes y cómo lo traducimos en forma de relatos íntimos que produce nuestra sensibilidad (...)".

    Muchas veces nos fascina (o no) una creación ajena a partir de la proyección que de ella hacemos. Por eso es tan complicado valorar algo ajeno cuando lo estamos confrontando a nuestra propia proyección, que puede que nada tenga que ver con la de su autor.

    Aplaudo.

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  2. Hola Carlos, gracias!
    A veces hay cosas que no sabemos muy bien qué es lo que mueven dentro de nosotros, y por la misma regla, podríamos decir lo mismo de aquello que no nos remueve nada en absoluto.
    Tendemos a pensar que nos faltan palabras para hablar de aquello quie nos gusta, fascina o cautiva. Como si el hecho de no poderlo describir o definir quisiera expresar la grandeza de la cosa.
    Y no creo que sea por eso. Si estuviéramos bien preparados, podríamos definir con palabras todo aquello que realmente sentimos.
    Del mismo modo, nos puede pasar lo mismo con aquello que no nos gusta o que nos produce un rechazo hasta epidérmico. Muchas veces, algo no te llega aunque esté muy bien hecho. Las cosas son así. Uno puede ver que tras aquello hay el fruto de un trabajo bien realizado, pero el resultado deja frío, no conmueve lo más mínimo. Y tampoco sabríamos decir por qué.
    Dicho esto, no sé todavía porque hice esa asociación más allá de que fueran dos cosas que pasaron en días consecutivos (+ el mortificante y húmedo calor de BCN... que es algo que debe contener algún narcótico.)
    Un saludo, Carlos.

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