jueves, 16 de agosto de 2012

Lecturas: rugby, melancolía, Coetzee

De vuelta a casa por unos días, ayer y anteayer pude ver los partidos que programé del torneo Super XV de rugby, torneo que juegan 15 franquicias de Sudáfrica, Australia y Nueva Zelanda. Se trataba de los dos últimos partidos que quedaban por disputar: la segunda semifinal, que jugaron los equipos sudafricanos Stormers, de Ciudad del Cabo, y The Sharks, de Durban; y la final, que disputaron los Sharks contra los neozelandeses Chiefs, de la región de Waikato (en la isla norte).
El encuentro tuvo lugar el pasado 4 de agosto en el campo de los Chiefs, en la ciudad de Hamilton.
Vencieron los Chiefs, aunque había apostado a que lo harían los Sharks. Y vencieron merecidamente. Chiefs han demostrado ser el mejor equipo o, al menos, el más equilibrado, compensado y completo. Un equipo con una línea de tres cuartos muy dinámica, a la que le gusta el juego abierto y veloz pero que, al mismo tiempo, no rehúyen el juego cerrado, de choque y la dureza de las delanteras. Esta combinatoria es típica del rugby neozelandés, y esa es, en parte, la razón de su hegemonía en este juego. Este año, los que mejor lo han hecho han sido estos Chiefs que, además, era la primera vez que obtenían el campeonato.


Pero quiero hablar ahora del rugby sudafricano, y de unas características que me parece ver en él y que a fuerza de contemplar partidos me han ido fascinando. Todo el mundo sabe que el rugby sudafricano, tanto el de sus equipos como, sobre todo, el que practican los Springboks (la selección), es rudo, fuerte, cerrado, de contacto total. Un rugby que se concibe a partir de la idea de que es el pack de delanteros el que ha de definir su estética. De ello se deriva un juego que antes que violento me parece terriblemente melancólico, triste y agónico. Trágico, sobre todo, trágico. Ver como se ponen una y otra vez a lo suyo las tres primeras líneas de, por ejemplo, los Sharks; con sus rostros y expresiones inmutables, desprovistas de glamour y que más recuerdan a las de una cuadrilla de trabajadores en el cambio de turno; ver eso reiteradas veces me hizo pensar en si esa cualidad de su rugby no tendría algo que ver con su propia idiosincrasia nacional, con su condición de ciudadanos del país al que pertenecen (o, al menos, pertenecían). O bien, con una cierta "provisionalidad", como dice J.M. Coetzee en su libro Verano: "Éramos reacios a integrarnos demasiado en el país, puesto que más tarde o más temprano sería preciso cortar nuestros vínculos con él, esa integración quedaría anulada."

Hace un par de semanas, leyendo este Verano, encontré un pasaje en el que el autor sudafricano rememora la relación con su padre a partir de un episodio relacionado con el rugby. Es un episodio triste, crepuscular, oclusivo, incluso asfixiante. Una tragedia de baja intensidad.
No sé muy bien que debe pensar Coetzee en este momento postestructuralista del rugby, pero al parecer fue importante o, al menos, formó parte de su conglomerado sentimental. Además, no es lo primero que le he leído sobre este deporte. En 1978 escribió un breve ensayo llamado "Four Notes on Rugby", en el que comentaba en voz alta algunos puntos sobre el origen y arraigo del rugby en Sudáfrica y, por extensión, en otros países de la Commonwealth. Un texto crítico, en efecto, pero más con las personas que rodean y organizan este deporte que con el propio juego; por el chovinismo y las entelequias nacionales con las que, una vez más, se trata de envolver un deporte..
Años después, en 1995, cuando los Springboks se hicieron con el campeonato del mundo en Sudáfrica, peripecia que retrata parcialmente (aunque no bien) el film Invictus de Clint Eastwood y que sirvió de argumento para el libro de John Carlin del que había partido la película, Coetzee escribió un amargo artículo al respecto en Southern African Review of Books titulado "Retrospect: the World Cup of Rugby". Es más, si tienen a bien leerlo en el enlace que les he puesto, se daran cuenta de que es la otra cara, el negativo de la versión hollywoodiense edulcorada, simplista y ramplona que ofrece el con frecuencia sobrevalorado Eastwood. (Vean los extras que acompañan a la película en la edición en dvd y verán como no tiene ni puta idea de lo que habla.)

Pero, pongamos ese pasaje de Verano del que he hablado, pues ha sido lo que en verdad ha motivado esta entrada. Él, y esa coincidencia que creo ver con una impresión mía muy personal y que no sabía cómo verbalizar. Dicho pasaje se encuentra al comienzo de la última parte del libro, que se titula "Cuadernos de notas: fragmentos sin fecha."

Fragmento sin fecha
Es una tarde de sábado en invierno, tiempo ritual para el partido de rugby. Él y su padre toman un tren hacia Newlands y llegan a tiempo para presenciar el partido previo a las 2.15. Al partido previo seguirá el partido principal a las cuatro. Cuando finalice, tomarán el tren de regreso a casa.
     Va con su padre a Newlands porque los deportes, el rugby en invierno y el críquet en verano, es el vínculo más fuerte que sobrevive entre ellos y porque, el primer sábado tras su regreso al país, cuando vio que su padre se ponía el abrigo y, sin decir palabra, se marchaba a Newlands como un niño solitario, sintió una puñalada en el corazón.
     Su padre no tiene amigos. Tampoco los tiene él, aunque por una razón distinta. Cuando era más joven los tenía, pero esos viejos amigos se han dispersado por todo el mundo, y él parece haber perdido la habilidad, o tal vez la voluntad, de trabar nuevas amistades. Así pues, vuelve a tener a su padre por toda compañía y su padre le tiene a él.
     A su regreso, le sorprendió descubrir que su padre no conocía a nadie. Siempre había considerado a su padre un hombre sociable, pero o bien se equivocaba o bien su padre ha cambiado. O tal vez se trate simplemente de una de esas cosas que les suceden a los hombres cuando envejecen: se retiran dentro de sí mismos. Los sábados las graderías de Newlands están llenas de ellos, hombres solitarios con impermeables de gabardina grises en el crepúsculo de su vida, reservados, como si su soledad fuese una enfermedad vergonzosa.
     Él y su padre se sientan uno al lado del otro en la gradería norte y ven el partido previo. Los acontecimientos de esta jornada están teñidos de melancolía. Esta es la última temporada en que el estadio se utilizará como club de rugby. Con la tardía llegada de la televisión al país, el interés por el rugby ha disminuido. Los hombres que se pasaban las tardes de los sábados en Newlands ahora prefieren quedarse en casa y mirar el partido de la semana. De los millares de asientos en la gradería norte no están ocupados más que una docena. La gradería móvil está totalmente vacía. En la gradería sur hay todavía un grupo de empecinados espectadores mestizos que vienen a animar a los equipos UCT y Villagers y abuchear a Stellenbosch y Van der Stel. Solo en la gradería principal hay un número respetable, tal vez un millar.
     Hace un cuarto de siglo, en su infancia, las cosas eran distintas. Un gran día de partidos entre clubes, el día en que los Hamiltons jugaban contra los Villagers, por ejemplo, o el UCT jugaba contra el Stellenbosch, uno tenía que forcejear para encontrar un sitio desde donde ver el partido de pie. Una hora después de que hubiera sonado el pitido final, las furgonetas del Argus corrían por las calles y de ellas iban cayendo paquetes del Sports Edition para los vendedores apostados en las esquinas, con relatos efectuados por testigos oculares de todos los partidos de primera división, incluso de los partidos jugados en las lejanas Stellenbosch y Somerset Oeste, junto con los marcadores de las divisiones menores, 2A, 2B, 3A y 3B.
     Aquellos días han quedado atrás. El rugby está dando sus últimas boqueadas. Uno lo percibe hoy no solo en las graderías sino en el mismo terreno de juego. Deprimidos por el espacio resonante del estadio vacío, los jugadores tan solo parecen cumplir con el expediente. Un ritual se está extinguiendo ante sus ojos, un auténtico ritual pequeño burgués sudafricano. Hoy sus últimos fieles se reúnen aquí: ancianos tristes como su padre, hijos sosos y obedientes, como él.
     Empieza a caer una ligera lluvia. Él abre el paraguas y cubre a los dos. En el campo, treinta jóvenes poco entusiastas dan tumbos, buscando a tientas el balón mojado.
     El partido previo lo juegan Union, de azul celeste, y Gardens, de granate y negro. Union y Gardens ocupan los últimos puestos entre los equipos de primera división y corren peligro de descenso. Antes no era así. Hubo una época en que Gardens era una potencia del rugby en la Provincia Occidental. En casa hay una fotografía enmarcada del tercer equipo del Gardens en 1938, en la que su padre está sentado en primera fila, el jersey de rugby recién lavado, con el emblema del Gardens y el cuello alzado, como estaba de moda, alrededor de las orejas. De no haber sido por ciertos acontecimientos imprevistos, la Segunda Guerra Mundial en particular, ¿quién sabe?, su padre podría haber ascendido incluso al segundo equipo.
     Si las viejas lealtades contaran, su padre animaría al Gardens contra el Union. Pero lo cierto es que al señor Coetzee no le importa quién gane, el Gardens, el Union o el hombre en la luna. De hecho, a él le resulta difícil detectar qué es lo que le importa a su padre, en rugby o en cualquier otra cosa. Si pudiera resolver el misterio de qué es lo que le interesa a su padre, tal vez podría ser un mejor hijo. Toda la familia de su padre es así, sin ninguna pasión que él pueda percibir. Ni siquiera parece interesarles el dinero. Lo único que quieren es llevarse bien con todo el mundo y aprovechar la circunstancia para divertirse un poco.
     Por lo que respecta a la diversión, él es el último compañero que su padre necesita. En capacidad de hacer reís, es el último de la clase, un tipo lúgubre, un aguafiestas, un hombre rutinario e inflexible.

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Un par de consideraciones respecto a este texto. El año en que se supone que Coetzee escribe estas notas biográficas es alguno comprendido entre 1972 y 1975 o 1977. Verano es la versión española de Summertime. Scenes from Provincial Life III, el tercer volumen de la autobiografía novelada del escritor sudafricano.
Lo digo porque ahora las cosas son muy distintas en cuanto a, por ejemplo, esas apreciaciones que hace sobre la popularidad del rugby en su país. Hoy, y desde aquella copa del mundo del post-apartheid, vuelva a ser enorme. Así pues, este relato de los 70 que tiene ese tizne estructuralista típico de esos años, que fueron además los años más terribles, sangrientos y enconados del régimen apartheid, hay que situarlo en su momento.
La segunda cosa a tener en cuenta es que, en efecto, en los años 70 el rugby en Sudáfrica inició un largo fundido a negro que duraría unos 20 años. Esa sangría de espectadores desertando de los campos es real, esa tristeza y esa misoginia, también. Pero, eso es algo que afectó exclusivamente a ese país, y no tiene nada que ver con la alegría que nunca ha dejado de sentirse en los estadios franceses, galeses o neozelandeses, por poner tres casos.
Y un apunte final, desde hace muchos años Coetzee vive en Adelaida, Australia.

Los fragmentos de Verano, de J.M. Coetzee, en traducción de Jordi Fibla Feito, para Random House Mondadori. (Y por si me he pasado con la extensión permitida del fragmento reproducido, de lo cual no tengo ni la más remota idea, voy a tratar de compensarlo haciendo un poco de publicidad gratuita: compren y lean Verano -en edición de bolsillo está baratísimo-, porque es un gran libro.)

Volvamos al rugby. Este próximo sábado comienza el Rugby Championship, el campeonato que cada año enfrenta a las principales selecciones del hemisferio sur, los all blacks neozelandeses, los wallabies australianos y los springboks, a los que este año se sumarán por primera vez los emergentes pumas argentinos. Y comenzará con dos partidazos: Nueva Zelanda-Australia y Sudáfrica-Argentina.
Como cada vez nos interesa menos esto del jazz de verano, les tendremos al corriente aunque a ustedes no les importe ni un pimiento.

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