Desde hace unas semanas tengo uno de esos aparatos que graba desde la televisión directamente a un disco duro. Está bien, pero también está mal. Está bien porque se pueden ir grabando cosas que a uno le apetece ver pero que por la razón que sea no puede hacerlo en ese momento. Está mal porque, las más de las veces, no son esas cosas imprescindibles. Al final, si se mira bien, no es más que otro entretenimiento antes no nos llegue la hora del traspaso. Nada importante en el fondo.
Con todo, siempre hay cosas pequeñas e inesperadas de las que uno puede sacar alguna idea interesante.
Además de algunas películas que quiero revisar o que no he visto, hay algunos programas que suelo grabar con bastante frecuencia (siempre que me interese el contenido). Uno de ellos es
"El documental" que conduce Jordi Ambrós en el Canal 33 de la Televisió de Catalunya. Se trata de un espacio semanal que emite documentales producidos aquí o bien producciones extranjeras.
Últimamente he grabado varios. Esta mañana he visto el que emitieron ayer, un trabajo sobre el polémico escritor colombiano Fernando Vallejo titulado
La desazón suprema: retrato incesante de Fernando Vallejo, una producción colombiana de 2003 realizada por Luis Ospina. Vallejo estudio cine, entre otras cosas, y llegó a dirigir algunas cintas que hoy son difíciles de ver. La mayoría de la gente tal vez conocerá
La virgen de los sicarios, el film que Barbet Schroeder dirigió en el año 2000 a partir de la novela homónima de Vallejo y con guión del propio escritor.
No conozco ninguna de las películas de Vallejo, ni siquiera
La virgen..., pero en un momento del documental dice algo que me llamó la atención. Dice sentirse un tanto decepcionado del cine, al que sitúa por debajo de la literatura. No le gusta su artificiosidad, que enfrenta a la verdad más inmediata y natural de la palabra. Sin decirlo abiertamente, me parece que lo ve como un ejercicio de futilidad (o, al menos, que en eso se ha convertido).
Hoy también, pero por la tarde, he visto otra emisión de "El documental" que grabé hará un mes. Se trata de otro trabajo relacionado con el cine,
Andrzej Wajda: ¡acción!, una cinta polaca de 2008 que retrata al octagenario director polaco Andrzej Wajda durante el rodaje de su penúltima película, la producción histórica
Katyn (2007), que narra el luctuoso episodio de la
masacre de Katyn en 1940, el asesinato a manos de los soviéticos de miles de oficiales y ciudadanos polacos en el bosque de Katyn, en la región rusa de Smolensk.
Wajda nunca ha sido santo de mi devoción. Me gustan sus primeras películas, algunas de ellas mucho: la trilogía formada por
Generación,
Kanal y
Cenizas y diamantes,
Los inocentes encantadores (esta última con guión de Jerzy Andrzejewski y Jerzy Skolimowski, música del gran Krzysztof Komeda, y un pequeño papel interpretado por Roman Polanski)... En cambio, sus películas posteriores a 1970 -las que he visto, claro- nunca me interesaron demasiado. Aunque temáticamente muchas de ellas me parecían atractivas a priori, después viéndolas sentía que todo se desmoronaba. Era una cuestión de estética, de la visión que Wajda había ido adquiriendo de su trabajo con los años.
Sea lo que sea, viendo el documental sobre el rodaje de Katyn hubo algunos detalles que me hicieron pensar en aquella sensación, o mejor convicción que Vallejo tenía del cine. Por ejemplo, un par de cosas típicas en las producciones de época. Dos figurantes están en medio de una calle. Un atrezzista les lleva unas bolsas de tela y les dice que han de cambiarlas por las carteras que sostienen, ya que a finales de los años 30 y principios de los 40 no había. Fuera de campo, alguien le grita que no, que deje las carteras, que ya están bien. Inmediatamente después, se les acerca a esos dos mismos extras una figurinista que les pide que si no tienen demasiado frío (imaginen, rodaje en invierno y en Polonia) se saquen los guantes y los metan en los bolsillos de sus abrigos, de modo que sobresalgan un poco. La figurinista se retira y, de nuevo, otra voz en off -tal vez la misma- les ordena que vuelvan a ponerse los guantes.
También se nota la preocupación por cómo se arreglan los lugares. Cómo cae la nieve. Cómo de mojado está el viejo empedrado de la calzada. El color más vivo de una furgoneta. En todos los casos, hay como una ansiedad en el cineasta por reflejar exactamente lo que ha visualizado sobre el guión, y eso revela, a mi juicio, una falta de conciencia acerca de las limitaciones del propio medio. En todos esos momentos Wajda tiene cosas que decir. Cuenta una anécdota sobre Visconti. Dice que Visconti obligaba a que la ropa que debían llevar los actores, incluso aquella que no quedaba a la vista, debía estar bien plegada antes de que se la pusieran. ¿Qué perseguía? La disciplina, dice.
Hay otros instantes en los que los problemas se dan con los actores. Con una niña actriz, por ejemplo, que declama el texto de un modo que le produce al viejo cineasta dolor de estómago. Tras varias tomas, Wajda, curiosamente, llama a la actriz principal, Maja Ostaszewska, que tiene la escena con la niña para decirle que es lo que quiere de la niña. Más tarde, en otra escena, la niña debe llamar a su padre al que se llevan en un tren. No lo hace bien. Esta vez Wajda sí habla con la niña para decirle que debe chillar, si no su padre no la oirá.
En otro momento, Wajda se precipita al dar motor creyendo que Maja Ostaszewska ya está preparada para rodar, cuando lo que está haciendo es un ensayo mecánico. Se interrumpe la toma de inmediato y Wajda dice, irónico, "siempre hay que saber cuando están listos los actores".
Hacia el final del film, hay una breve reflexión en off de Wajda sobre los actores y la dirección de actores. Le parece que hay que hablar poco con los actores. No decirles cómo deben hacer su trabajo. Dejar que lo desarrollen a su libre albedrío. Casi al hilo de esto, Wajda se lamenta de tener que emplear la palabra para explicar a los otros lo que quiere. No como los directores de orquesta, que emplean una serie de códigos para indicar cómo quieren la interpretación.
Recordé entonces algunas cosas que me habían dicho o había leído sobre la dirección musical, y que ésta mejora sensiblemente si se repite y se repite una y otra vez, ya que los signos por si solos no indican nada preciso.
Obviamente, no es bueno interceder en el sentimiento. Cada uno ha de vivirlo y expresarlo a su modo y eso es lo que hay que perseguir pues se notará en el resultado final. Pero, ¿no puede la palabra ayudar a situarnos? ¿Acaso no puede establecer el cromatismo de los sentimientos?